Carlos Cano y las "sevillanas de Chamberí"

El flamenco y el conjunto de la identidad cultural andaluza no necesitan ser objeto ni de manipulación, ni de desnaturalización ni de mercantilización

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José Luis De Villar

Licenciado en Derecho, Doctor en Historia, funcionario público y Profesor asociado de Derecho Constitucional en la Universidad Pablo de Olavide.

Carlos Cano. FOTO: MÁXIMO MORENO / CENTRO DE ESTUDIOS ANDALUCES
Carlos Cano. FOTO: MÁXIMO MORENO / CENTRO DE ESTUDIOS ANDALUCES

Desde la aparición del exitoso modelo del estado-nación en el siglo XIX ―exitoso puesto que, casi tres siglos después, sigue dando señales de vitalidad—, las élites de estas nuevas estructuras políticas se empeñaron con un entusiasmo indescriptible en dotarle de una identidad cultural homogénea. Era imprescindible: no hay nación sin cultura, y sólo las naciones están legitimadas para constituirse en estados. Había que cerrar el círculo. En gran parte de Europa, estas élites, las respectivas burguesías nacionales, lo lograron. Pero en España, su histórica pluralidad cultural o, como hoy día diríamos, su naturaleza plurinacional, iba a convertir ese proyecto en una compleja misión. Pero eso no arredró a los intrépidos teóricos del estado-nación. Al sur de la península existía una cultura brillante y original, mestiza entre Oriente y Occidente, con lazos intensos hacia África y América. Además, esta cultura se expresaba en la lengua llamada a convertirse en la oficial del estado-nación. Era cierto que poseía rasgos fonéticos y gramaticales propios, pero ya habría tiempo de ocuparse ello (¿quizás calificándolos como lamentable expresión de analfabetismo e incultura?).

Comenzó así el proceso de manipulación de la cultura andaluza para convertirla en el paradigma de la cultura española. La utilidad de la superchería era doble: por un lado, se inventaba una cultura española, inexistente hasta entonces, y, por otro, se combatía la naturaleza pluricultural/plurinacional del Estado español. Esta instrumentalización de nuestra cultura ha revestido caracteres, en palabras del profesor Isidoro Moreno, de “verdadera vampirización” que ha ido “acompañada de un vaciamiento o frivolización de los significados de varios de los marcadores culturales andaluces”. Como bien señala el fundador de la Antropología andaluza “debido también a la mixtificación interesada de la Historia, la propia conciencia de identidad andaluza se ha visto afectada, haciendo que no se corresponda hoy con la intensidad de su nivel como sentimiento.”

Este fenómeno recorre los últimos siglos de la historia andaluza, pero fue especialmente sangrante durante los años del franquismo. En este periodo, a los tradicionales intereses del aparato estatal, enardecido además por una ridícula retórica imperial, se unió, en una tormenta perfecta, los intereses económicos del “boom” turístico. Este sector se empeñó con energía, dirigido por el propio Estado, en la venta de un icono español en el que el sol, los toros, el flamenco, la Semana Santa y la Feria, fueran los marcadores identitarios de aquella inolvidable marca franquista: “Spain is different”. Y, como buen pueblo colonizado, los andaluces nos empleamos, en nuestra alienación, de manera entusiasta en esa tarea.

La revolución cultural que emergió en la Andalucía del tardofranquismo y la Transición supuso un punto de inflexión en aquella dinámica. Es justo reconocer el papel clave que en aquel proceso jugaron fenómenos como el de los “narraluces”, el rock andaluz o el Congreso de Cultura Andaluza, inaugurado en abril de 1978 en la Mezquita de Córdoba y liderado por el incansable Club GORCA y su presidente, Emilio Pérez Ruiz, uno de los fundadores de Alianza Socialista de Andalucía (ASA). Este fenómeno de recuperación, revalorización y resignificación de la cultura andaluza fue indisolublemente unido, como no podía ser de otra manera, a un proceso de identificación nacional del pueblo andaluz. Como es perfectamente conocido, este proceso tuvo sus cimas, de inolvidable épica, en el 4 de diciembre de 1977, primer Día Nacional de Andalucía, en la formación del primer grupo parlamentario andalucista de la historia en el Congreso en la primavera de 1979 y en el referéndum autonómico del 28 de febrero de 1980.

Con la constitución de Andalucía en Comunidad Autónoma, el desarrollo del estado de las autonomías, la creación en éstas de las respectivas Consejerías de Cultura y el carácter aparentemente residual del Ministerio de Cultura, pareció que la dinámica surgida en la Transición sería imparable. Pero las cosas no son tan fáciles. Cíclicamente los intentos de manipulación y desvalorización de la cultura andaluza se reproducen desde el aparato del estado y sus brazos políticos. Estos intentos se suelen enmascarar, ahora y siempre, en una pretendida identidad desbordante y desbordada del pueblo andaluz. Este traicionero “halago” implica, en definitiva, la negación de la cultura andaluza y supone, una vez más, un intento de apropiación de nuestra identidad cultural para ponerla al servicio del aparato del estado. El que esto siga sucediendo hasta el día de hoy no es más que una expresión de la inmutable naturaleza centralista del estado profundo y sus terminales políticas, económicas y mediáticas. Los que nos criamos en la memoria poética y musical de Carlos Cano podemos recordar la denuncia que de esta cuestión hacía en sus “Sevillanas de Chamberí” en 1988:

Y entre sombras y luces de Andalucía,
tó el papel de la gracia se la vendía.

Cómo luce y reluce ¡viva Madrid!,
a bailar sevillanas de Chamberí
y a correrse una juerga en la feria de abril.

La reciente declaración del flamenco como Bien de Interés Cultural de la Comunidad de Madrid, con su inefable Presidenta Díaz Ayuso al frente, es la última muestra de esta rancia y antiquísima tradición que hemos venido describiendo. Sintetiza todo lo peor de esta historia: negación de la cultura andaluza, apropiación de una cultura ajena, vaciamiento de su significado profundo, mercantilización del arte para la atracción de consumidores. Y, como no podría ser de otra manera, el fenómeno de la alienación colonial se manifiesta en la satisfacción expresada por algunos andaluces de “qué bien que en Madrid apoyen el flamenco, porque es universal”.

O en el silencio de quienes por mandato del artículo 68 de nuestro Estatuto de Autonomía han de ejercer “la competencia exclusiva en materia de conocimiento, conservación, investigación, formación, promoción y difusión del flamenco como elemento singular del patrimonio cultural andaluz”. El flamenco no necesita ser un BIC de la Comunidad de Madrid. Desde luego que el flamenco puede y debe ser valorado e interpretado en Madrid, en Japón, en Londres y en Nueva York. Como de hecho viene haciéndose desde hace años. Porque el flamenco ya fue declarado en 2010 Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco. Lo que no necesitan ni el flamenco ni el conjunto de la identidad cultural andaluza es ser objeto ni de manipulación, ni de desnaturalización ni de mercantilización. Porque ya va siendo hora de poner fin a esa secular “tradición” y de que en España se le tenga a la cultura andaluza el respeto que por su brillante historia y desempeño le corresponde. 

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