El Evangelio contra la sequía que nos esperaba

Lamentar la lluvia en Semana Santa demuestra, también en el contexto religioso, la infantilización de una sociedad que no tolera la adversidad de ningún tipo

Álvaro Romero Bernal.

Álvaro Romero

Álvaro Romero Bernal es periodista con 25 años de experiencia, doctor en Periodismo por la Universidad de Sevilla, escritor y profesor de Literatura. Ha sido una de las firmas destacadas, como columnista y reportero de 'El Correo de Andalucía' después de pasar por las principales cabeceras de Publicaciones del Sur. Escritor de una decena de libros de todos los géneros, entre los que destaca su ensayo dedicado a Joaquín Romero Murube, ha destacado en la novela, después de que quedara finalista del III Premio Vuela la Cometa con El resplandor de las mariposas (Ediciones en Huida, 2018). 

Una imagen de esta pasada Semana Santa, en la que la lluvia ha sido una constante y ha permitido aliviar la sequía.
Una imagen de esta pasada Semana Santa, en la que la lluvia ha sido una constante y ha permitido aliviar la sequía. CANDELA NÚÑEZ

No solo tiene agua el Vado del Quema para la foto rociera que se espera el mes que viene, sino toda Andalucía para lo que queda de año, y esa buena noticia es el Evangelio que algunos cofrades no han sabido leer en el cabreo de su pasito encerrado. 

Acaba de terminar una Semana Santa atípica en todos los sentidos, porque no solo hacía demasiado tiempo que ni siquiera recordábamos tantas procesiones canceladas, sino que no asistíamos a una semana completa, de domingo a domingo, sin parar de llover. Quizás no sea casualidad que la única semana del año (y, por desgracia, de los últimos años) en que esto ha ocurrido sea la que llamamos Santa. Y quizá haría falta menos miopía en ciertos sectores cofrades para que esta circunstancia fuera interpretada como una bendición y no como un fastidio del cielo. No lo digo solamente porque el origen de las procesiones se vincule a la petición de determinados milagros -y el hecho de que llueva en un contexto tan enrevesado de cambio climático no deja de ser un milagro-, sino porque cualquier ciudadano con dos dedos de frente y que dialogue con alguna divinidad no ha cesado de suplicar por la lluvia en esta rotunda sequía que empezábamos a soportar, con las consiguientes derivadas que ya asomaban en el inmediato horizonte de esta larga primavera. 

Que haya llovido tan generosamente durante toda la Semana Santa ha sido, por lo tanto, la mejor Buena Nueva con que Cristo podría habernos bendecido en esta pascua que es al cabo la Semana Santa: de la Pasión… a la Resurrección. La lluvia, al contrario de aquel castigo del Diluvio, ha sabido a maná del cielo, al pozo aquel en el que Jesús se encontró con la samaritana y terminó prometiéndole que "el que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás". 

Lamentar la lluvia en Semana Santa, más allá de la primera impresión de defraude por las expectativas que siempre despiertan los lucidos desfiles, demuestra, también en el contexto religioso, la infantilización de una sociedad que no tolera la adversidad de ningún tipo, incapaz de verle el lado positivo a la ineluctable realidad, malacostumbrada a interpretar el éxito exclusivamente en clave materialista, frívola y planeada. Hemos vivido una verdadera Semana de Pasión en la que el mensaje de salvación ha venido envuelto en una metáfora, pero el personal no está para adivinanzas y, consumidor como se considera en cualquier faceta de la vida, quería su procesión ya, como si hubiera pagado de antemano por el espectáculo, como si tuviera derecho a abuchear (como se ha hecho) si la procesión no respondiera a sus particulares intereses. 

Dónde vamos a llegar. Les aseguro que mi preocupación no radica en lo religioso, sino en lo social, en lo psicológico, en lo personal. Porque da igual que hablemos de procesiones o de carnavales. El consumidor actual se ha ido curtiendo en la ridícula protesta hasta el punto de protestar por todo, de vicio, por inercia, incluso personificando los fenómenos naturales en busca de un chivo expiatorio que precisa a cada momento en su cómodo papel de víctima. Y en lo que las instituciones –religiosas, educativas, políticas- deberían insistir es en el aprendizaje significativo sobre la adversidad, en el reto de leer oportunidades donde el común de los mortales suele entender exclusivamente fracaso. El ejemplo de lo que nos ha ocurrido en Semana Santa es emblemático porque termina colocándonos frente a la conclusión de que Dios, en el fragor de su propia alabanza, nos quita lo que nos gusta para darnos lo que necesitamos. 

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