Santos inocentes después de 40 años

Más allá de los Madriles, de la Barcelona posmoderna, de la Marbella esperpéntica y del Bilbao que iniciaba su penúltima modernización, existía una Andalucía pueblerina o una Galicia donde Dios pegó las tres voces

Álvaro Romero Bernal.

Álvaro Romero

Álvaro Romero Bernal es periodista con 25 años de experiencia, doctor en Periodismo por la Universidad de Sevilla, escritor y profesor de Literatura. Ha sido una de las firmas destacadas, como columnista y reportero de 'El Correo de Andalucía' después de pasar por las principales cabeceras de Publicaciones del Sur. Escritor de una decena de libros de todos los géneros, entre los que destaca su ensayo dedicado a Joaquín Romero Murube, ha destacado en la novela, después de que quedara finalista del III Premio Vuela la Cometa con El resplandor de las mariposas (Ediciones en Huida, 2018). 

Imagen del cartel de la película 'Los santos inocentes'.
Imagen del cartel de la película 'Los santos inocentes'.

En un cine, el español, acostumbrado a quedar por debajo de su literatura salvo honrosas excepciones, la película de Mario Camus Los santos inocentes, basada en la novela homónima del gran Miguel Delibes no fue solamente una de esas obras maestras de nuestro séptimo arte que podía por fin compararse sin complejos con el libro, sino una obra concienciadora sobre los problemas contra los que en estas cuatro décadas hemos luchado tanto para convertirnos en otro país: el caciquismo, la moral de esclavo, el desprecio y el servilismo, la homofobia, la desigualdad, el machismo…  

La pintura de la España de entonces era completita. Muchos espectadores del año 1984 creyeron asistir a un escenario medieval, pero enseguida recordaron, ellos mismos o sus padres, que lo que enseñaba sin tapujos el autor de Viejas historias de Castilla la Vieja había estado ocurriendo en la España que no salía por televisión hasta aquel mismo momento. Más allá de los Madriles, de la Barcelona posmoderna, de la Marbella esperpéntica y del Bilbao que iniciaba su penúltima modernización, existía una Andalucía pueblerina, una Galicia donde Dios pegó las tres voces, un Aragón remoto, una Castilla vaciándose y una Extremadura de aquella Raya limítrofe con Portugal que se seguía pareciendo peligrosamente al feudalismo. Y no estaba Delibes refiriéndose al siglo XV, ni a la época de las bancarrotas barrocas, ni a la de las románticas luchas contra los franceses. Qué va. Delibes había puesto el foco donde nadie lo ponía cuando el destape, cuando la ley de prensa de Fraga, cuando tantos otros españolitos que habían venido al mundo por aquí se habían marchado en busca de oportunidades a Francia, Holanda o Alemania, que eran los nuevos destinos para hacer las Américas cuando el mismo actor que encarnaba al protagonista de aquella novela de 1981, Alfredo Landa, no solo se recreaba en el mejor papel de su filmografía, sino que lo combinaba con otros de emigrante con la maleta de cartón. 

Paco el Bajo husmea como un perro los pájaros que mata el señorito Iván porque, en aquel contexto con gente que se creía superior, había interiorizado el papel humillado de estar continuamente trabajando, incluso cuando se le troncha una pierna y al señorito le parece aquello 'una mariconada'. Con la siguiente generación no puede, por supuesto, porque el hijo de Paco el Bajo, el Quirce, ni quiere ni necesita los diez duros que le iba a dar el señorito de su padre. Y ese rechazo, esa insumisión que el señorito Iván no comprende al preguntarse 'qué cojones quieren estos jóvenes de ahora' es la luz al final de un túnel tan largo que la película, al contrario que el libro, prefiere empezar por el final de la historia, es decir, por cuando el Quirce, ya un quinto que viene licenciado o de permiso de la mili, se pasa por el centro donde han internado a su tío, el Azarías (la mejor interpretación de Paco Rabal), el de la 'milana bonita', después de que colgara al señorito Iván en venganza por que le matara al pájaro que más quería, o dicho de otro modo, a la única criatura cómplice que aquel gigante bonachón que se orinaba en las manos tenía en el mundo. 

La Régula (Terele Pávez en la película), la esposa de Paco el Bajo y hermana de Azarías, ni siquiera tiene esa válvula de escape del campo, del contacto con los demás en el último escalafón social, sino que bastante tiene con aquella Niña Chica que no era tan chica, sino epiléptica. De modo que el rol de la mujer pobre, miserable, era mucho más insoportable aún, máxime en contraste con los roles de la señora marquesa que hace desfilar a los pobres sirvientes cuando su visita para que el niño Carlos Alberto les dé a cada uno una moneda humillante por su Primera Comunión. 

El papel más interesante del reparto, desde la perspectiva actual, tal vez sea el de don Pedro el Périto, aquel manijero del cortijo magníficamente interpretado por Agustín González, pues se sigue pareciendo demasiado a esta clase media (la de ahora, la de siempre) a la que tantas veces se le olvida de dónde viene y a dónde va. Don Pedro es al fin y al cabo un subordinado del señorito Iván y de toda esa clase alta que se codea con la élite clerical en ese mañana estomagante escrito en la tarde pragmática y dulzona, que diría Machado, tan sabio y adelantado… Pero en vez de luchar por su propia dignidad al ser engañado por su mujer, doña Purita (Ágata Lys), que comete adulterio con el señorito Iván, se desquita con quienes siente por debajo de un modo patético como el que hoy se sigue advirtiendo en esa caterva de españoles que se creen ricos sin serlo y que, en vez de leer en la historia de Delibes filmada por Camus una invitación al sentido crítico que nos hizo falta mucho antes, se dedican todavía a intentar imitar a los protagonistas del papel couché recreándose en lo indefendible de la desigualdad que incluso se aplaude desde determinados sectores del Congreso y por ende de la calle. Estos son los auténticos inocentes 40 años después, pero ni siquiera dan para una película.  

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